Mn.
Camil Geis escrigué a la REVISTA ILUSTRADA JORBA[1]
Joaquín
Codina — en el pueblo, el señor Quimet Vinyes, nombre de la paterna casa de
campo donde vivía — era un gran botánico, un apasionado micólogo, un excelente
médico, un apóstol de su profesión, un varón justo, orgullo de la virtud de la
humildad, un hombre... Si Diógenes hubiese vuelto, en nuestros días, sin encontrar
todavía el hombre que buscaba con su linterna, y hubiese llamado al manso de
Can Vinyes de la Sellera, habría podido apagar allí la linterna y dar su tarea
por terminada. Tan rectilíneo se mostraba que parecía un excéntrico:
Acostumbrado a la introspección meticulosa y a contemplar la línea recta de su
conciencia, su mirada exterior chocaba con la sinuosidad tortuosa del vivir
actual. Era un sabio y un santo. Hablemos, primero, del sabio. Años incontables
de trabajo abnegado y paciente, durante los cuales llegó a recoger y clasificar
un valioso herbario que es hoy la envidia de todos los botánicos que lo
conocen. Sostenía correspondencia, en latín, con los mejores botánicos del
mundo, y para hacerse más asequible a los mismos, a pesar de su vejez, se enfrascaba
en los estudios de inglés y alemán con un entusiasmo juvenil. Era colaborador
del Diccionari Cátala de Medicina,
publicado por el Dr. Corachan.
En
1929 — por aquel entonces dejamos La Sellera, donde habíamos ejercido durante
dos años los cargos de organista parroquial y de profesor municipal de música —
publicó un librito titulado Bolets bons i
bolets que maten, cuya gestación habíamos conocido de cerca.
El
autor, con esos versos, una finalidad didáctica y de vulgarización científica:
dar a conocer los hongos comestibles y los dañosos en forma aforística. Después
de la simplicidad graciosa y atávica de estos versos, que saben a gusto añejo y
a floridura de ventall, siguen unas
aclaraciones científicas. De un paso al otro, unos instantes de perplejidad:
ingenuo humorismo con ornamentos anacrónicos, por una parte, y seriedad
científica por la otra; en ambas, no obstante, idéntica finalidad.
El
autor no firmó dicho librito, a pesar de mis reiterados ruegos: en primer
lugar, porque era muy humilde, y después, porque le ayudé a escribir los rodolins o pareados, y su conciencia le
decía que era un caso de colaboración. En realidad, era él quien escribía los
versos: yo solamente se los repasaba. Por cierto que los pensaba y escribía con
un amor y entusiasmo tan infantiles que maravillaba. Llegaba a mi casa con ojos
brillantes de alegría: — Ja tinc un altre
rodolí!— Y tened en cuenta que, a veces, para mostrarme su nuevo hallazgo,
hacía el cuarto de hora de camino que mediaba de Can Vinyes a mi casa.
CAMILO GEIS, Pbro.
[1] Año XXVII
Manresa. — SEPTIEMBRE DE 1935 NÚM. 312. Redacción y Administración: Borne, 36 -
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