¡Oh,
qué fidelidad la de aquel hombre! Corría parejas con su humildad. Siempre digno
de admiración y afecto, al descubrir en vosotros alguna gracia, os seguía con
una llama de admiración en la mirada, aunque fuese a hurtadillas y con el
silencio del perro más paciente y fiel. Yo —aunque no esté bien el declararlo— le había caído de buen ojo, y de ello tengo una prueba evidentísima.
El
“senyor Quimet” tenía una concepción muy simplista de las cosas, y, claro, en
política no coincidía con ningún temperamento joven. Y el hombre que no se
habría disputado por cuestiones de dinero o por soportar impertinencias ajenas,
no cedía un ápice en la defensa de sus principios simplistas. Pero cuando yo
defendía los míos, me escuchaba, me escuchaba calladamente, y alguna vez me
hubiera hecho la ilusión de haberle convencido, de no ser que al día siguiente
ya volvía a hacer la apología de su manera de pensar.
Este
hombre de conciencia tan recta, tenía siempre una punta de ironía: no de la que
produce rasguños y mortifica, sino de aquella ironía bondadosa que lleva en sí
virtud purificadora.
Su
anecdotario formaría un gran libro. Dejad que para ayudar al trazo más acabado
de su retrato, os recuerde alguna. Una vez supo que había un enfermo en una
casa de campo que distaba más de dos horas de su morada. Despacito, despacito,
se dirigió a la casa. Allí habían llamado a un curandero, y cuando llegó el
señor Joaquín a la “masia”, el curandero estaba actuando. Fué recibido no muy
cortesmente: —No l'hem pas demanat!
—le dijeron. —Oh, —contestó el
“senyor Quimet” bondadosamente— tantes
vegades he vingut sense demanar-me!
En
cierta ocasión hizo una exposición de hongos. Cada uno iba acompañado de su
nombre popular y del correspondiente nombre sabio, junto con una etiqueta que
decía: «comestible»; «indigesto»; «mata». Al final había una copa en forma de
hongo, llena de aguardiente. Al pie, una etiqueta con la siguiente inscripción:
«Mata el alma y el cuerpo». Aludía a la afición que la gente de montaña suele
tener a la bebida.
La
bondad del señor Joaquín y su desinteresado celo profesional eran reconocidos
por todo el mundo. Una vez pasaba un médico de un pueblo vecino en su
automóvil. —Ah, que no endevineu on té
el sea auto el senyor Quimet? —preguntó un campesino a sus contertulios de
vecindad. —On l'ha de tenir, home, on
l'ha de tenir! —contestó sin dilación un interlocutor— si tots els de La Sellera li'n guardem un
tros!
Los
kilómetros que el «senyor Quimet» hizo a pie, son incontables. Sus posaderas no
conocían silla de caballo, ni de mulo, ni de asno. Y esto, por suerte de su
bolsillo, porque le hubiera ocurrido lo que decía el popular farmacéutico de La
Sellera, señor Calixto Noguer, que hauria
guanyat més el matxo que no pas el metge.
El
señor Joaquín tenía también aficiones musicales. Tocaba el violín, y tuve el
gusto de acompañarle muchas veces al piano. Tocaba siempre pianísimo y se entregaba a los juegos del instrumento con toda la
unción de su alma. CAMILO GEIS, Pbro.
[1] Año XXVII Manresa. —
SEPTIEMBRE DE 1935 NÚM. 312..
La Cellera de Ter. Des del Pla d'Amunt, el Colldegria. Al fons, el cim de St. Gregori del Turonal (1087 m.). Foto: Joan Codina G. |
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