dimarts, 12 de juny del 2018


Testimoni de Mn. Camil Geis[1]
¡Oh, qué fidelidad la de aquel hombre! Corría parejas con su humildad. Siempre digno de admiración y afecto, al descubrir en vosotros alguna gracia, os seguía con una llama de admiración en la mirada, aunque fuese a hurtadillas y con el silencio del perro más paciente y fiel. Yo —aunque no esté bien el declararlo— le había caído de buen ojo, y de ello tengo una prueba evidentísima.
El “senyor Quimet” tenía una concepción muy simplista de las cosas, y, claro, en política no coincidía con ningún temperamento joven. Y el hombre que no se habría disputado por cuestiones de dinero o por soportar impertinencias ajenas, no cedía un ápice en la defensa de sus principios simplistas. Pero cuando yo defendía los míos, me escuchaba, me escuchaba calladamente, y alguna vez me hubiera hecho la ilusión de haberle convencido, de no ser que al día siguiente ya volvía a hacer la apología de su manera de pensar.
Este hombre de conciencia tan recta, tenía siempre una punta de ironía: no de la que produce rasguños y mortifica, sino de aquella ironía bondadosa que lleva en sí virtud purificadora.
Su anecdotario formaría un gran libro. Dejad que para ayudar al trazo más acabado de su retrato, os recuerde alguna. Una vez supo que había un enfermo en una casa de campo que distaba más de dos horas de su morada. Despacito, despacito, se dirigió a la casa. Allí habían llamado a un curandero, y cuando llegó el señor Joaquín a la “masia”, el curandero estaba actuando. Fué recibido no muy cortesmente: —No l'hem pas demanat! —le dijeron. —Oh, —contestó el “senyor Quimet” bondadosamente— tantes vegades he vingut sense demanar-me!
En cierta ocasión hizo una exposición de hongos. Cada uno iba acompañado de su nombre popular y del correspondiente nombre sabio, junto con una etiqueta que decía: «comestible»; «indigesto»; «mata». Al final había una copa en forma de hongo, llena de aguardiente. Al pie, una etiqueta con la siguiente inscripción: «Mata el alma y el cuerpo». Aludía a la afición que la gente de montaña suele tener a la bebida.
La bondad del señor Joaquín y su desinteresado celo profesional eran reconocidos por todo el mundo. Una vez pasaba un médico de un pueblo vecino en su automóvil. —Ah, que no endevineu on té el sea auto el senyor Quimet? —preguntó un campesino a sus contertulios de vecindad. —On l'ha de tenir, home, on l'ha de tenir! —contestó sin dilación un interlocutor— si tots els de La Sellera li'n guardem un tros!
Los kilómetros que el «senyor Quimet» hizo a pie, son incontables. Sus posaderas no conocían silla de caballo, ni de mulo, ni de asno. Y esto, por suerte de su bolsillo, porque le hubiera ocurrido lo que decía el popular farmacéutico de La Sellera, señor Calixto Noguer, que hauria guanyat més el matxo que no pas el metge.
El señor Joaquín tenía también aficiones musicales. Tocaba el violín, y tuve el gusto de acompañarle muchas veces al piano. Tocaba siempre pianísimo y se entregaba a los juegos del instrumento con toda la unción de su alma. CAMILO GEIS, Pbro.



[1] Año XXVII Manresa. — SEPTIEMBRE DE 1935 NÚM. 312..
La Cellera de Ter. Des del Pla d'Amunt, el Colldegria. Al fons, el cim de St. Gregori del Turonal (1087 m.).
Foto: Joan Codina G.


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